¿En qué momento dejamos de ver al ser humano?

Hace poco vi un video que me sacudió. Un hombre sostenía un cartel que decía: “Trans women are men”. Discutía con otra persona sobre por qué eso, para él, no era ofensivo. Alegaba que era simplemente la verdad. Su verdad, claro. Pero mientras lo escuchaba, lo único que pensaba era: ¿en qué momento empezamos a poner el aparato reproductor y la forma de vestir por encima de la historia de vida de una persona?

Generalizar ha sido siempre una herramienta de nuestro cerebro. Es útil, incluso necesaria, para no volvernos locos en un mundo tan complejo. Pero cuando la usamos como escudo, cuando la convertimos en regla absoluta, se convierte en violencia. En negación. En ceguera.

Generalizar a las personas por su género asignado, su ropa, su color de piel, su forma de amar o de identificarse… es olvidarnos de su humanidad. De sus anhelos, de su derecho a vivir su experiencia de vida con autenticidad, sin pedirle permiso a nadie. Es negarles la posibilidad de construir su identidad desde adentro, no desde las etiquetas que el mundo les impone.

La filósofa Judith Butler decía que el género no es una esencia, sino una performance; una construcción constante, situada, viva. Y sí: claro que una mujer trans nació con un aparato reproductor masculino. Pero reducir toda su existencia a eso es como mirar el universo a través de una cerradura.

La ciencia, de hecho, nos enseña algo más: cuanto más específica es una definición, más comprensiva y útil se vuelve. En biología, por ejemplo, no hablamos solo de “seres vivos”, sino de ecosistemas, simbiosis, adaptaciones. Cada forma de vida es única y está en constante cambio. ¿Por qué no hacer lo mismo con la identidad? ¿Por qué no abrirnos a una taxonomía del alma, donde las categorías no excluyan, sino que abracen?

Muchos dicen que esto es confuso. Que estamos perdiendo el rumbo. Pero lo que estamos haciendo, en realidad, es recuperar algo que nos habían quitado: el derecho a nombrarnos, a explorarnos, a reinventarnos. Porque ser humano no es repetir un molde. Es romperlo, es preguntarse, es vivir en constante movimiento.

Y aquí va algo personal.

Si bien no tiene punto de comparación y de alguna manera encajo en lo general en mi contexto en México, yo también me he sentido un poco fuera del molde. Por ejemplo, siempre me ha dado pena decir que me gusta la música pop. En su momento, me gustaban las Spice Girls y hasta Jeans. No por una cuestión de feminidad, sino por su ritmo, por lo que me hacen sentir, por los recuerdos que me traen de la secundaria. Y sin embargo, muchas veces no lo digo abiertamente por miedo a no encajar, por querer “ser” lo que se espera de mí. Y eso también es una forma de negarme.

Por eso admiro profundamente a quienes no tienen miedo a ser, a pesar de los demás. Les corre fuego en la sangre. Son personas que están rompiendo algo. Tal vez no cambien el mundo hoy, pero están haciendo un crack en los muros. Uno que nos permite a los demás vislumbrar lo que hay del otro lado: una humanidad más libre, más diversa, más viva.

Y yo, desde donde estoy, quiero ayudar a que ese crack se vuelva puerta… y por qué no, algún día un puente hacia seres que ni siquiera podemos imaginar hoy.

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